El origen del mundo


Escribí los siguientes párrafos semanas antes de que saliera Yo soy la mosca, disco en el que llevamos las cenizas de Gerardo con esa veneración que provoca lo divino: él es nuestra Edmea Tetua, y el rinoceronte de la melancolía no nos impide avanzar.

Apenas la nave estuvo a punto de tocar puerto, quise cumplir un deseo de Gerardo: hablar aquí de una de sus pinturas predilectas.

Cuando Mamá-Z decidió lanzar su primer LP, tuvimos dificultades para hacerlo con la portada que deseábamos (en primer plano, sobre el pretil de una ventana, las hermosas piernas de una mujer joven; al fondo, en un patio, los cinco integrantes originales de la banda): los padres de la muchacha que nos prestaba sus piernas para mostrarlas (y con ellas resumir plásticamente nuestra música) no vieron con buenos ojos que su hija se exhibiera de esa manera. La fotografía, excelente, fue tomada por su hermana, y quién sabe dónde anda el negativo. Yo tenía una copia, y alguien me la robó. La cosa es que tuvimos que lanzar el disco con una portada sencilla, trabajada por Alberto Pasapera Herrero: el logotipo del grupo sobre fondo rojo. Ni Alberto ni nosotros mismos imaginamos en ese momento que esa portada se convertiría, al pasar de los años, en la mejor y más clara definición del grupo.


La cosa es que cuando Gerardo se enteró de que el disco no saldría con la portada original, me escribió una carta, y en ella me decía: ¿Conoces El origen del mundo, de Gustav Courbet? ¿Por qué no usamos ese cuadro como portada? Aunque a ver si no te corren de la casa y de la escuela (entonces, yo daba clases en una escuela de monjas). Era una ocurrencia de mi gemelo, y hubiera sido buena idea; pero no puse mucho atención a la sugerencia, ni Gerardo se preocupó por insistir.

Nuestra obsesión por el cuerpo femenino volvió a surgir en el segundo disco del grupo (Esa viscosa manera de pegarme las ganas), y para plasmarla invitamos a Manuel Ahumada a hacernos la portada. Todavía hoy, después de veinte años, sigo buscando a Manuel para que me venda el óleo original.

Ahora que encuentro la carta de mi hermano, busco la obra de Courbet (1819-1877) y la encuentro: se trata de L´origine du monde, óleo sobre lienzo realizado por el artista en 1866.

Aunque gozó de reconocimiento público –en parte gracias al apoyo de Fleury Champfleury, el escritor amigo de Baudelaire-, Courbet conoció también el rechazo y la incomprensión, por tonterías formales (lo cotidiano y lo doméstico no son temas merecedores de grandes formatos, le recriminaban; y Courbet insistía en llevar lo familiar a las dimensiones de lo epopéyico, como en el caso de Un entierro en Ornans).

L’origine du mond es adquirido por Antoine de la Narde en 1868. Luego, parece que Edmond de Gouncort lo compra en 1889, en la tienda de un anticuario. En 1913, quién sabe cómo, llega a la Galería Bernheim, y el barón húngaro Ferencz Hatvany carga con él en su regreso a Budapest, donde permanece hasta la segunda guerra mundial, y las fuerzas armadas alemanas lo confiscan. A la mera hora, termina en manos del Ejército Rojo, que se lo devuelve a Hatvvany, su legítimo dueño, y éste, en 1947, decide establecerse en París. Ocho años más tarde el cuadro es adquirido por... ¡Jacques Lacan!, quien lo esconde en su casa campestre La Prevoté en Guitrancourt. En 1981, año en que muere Lacan, El origen del mundo pasa a ser propiedad del estado francés. Actualmente, se exhibe en el Museo D’Orsay de París.

Hay en esta pintura una belleza que me conmueve y me alegra. ¿No es acaso la reproducción de una de las escenas cotidianas que todos los amantes hemos contemplado con arrobamiento, enternecidos y contentos de mirar a Dios?

Quisiera que El origen del mundo fuese la portada de la Caja Mamá-Z, en homenaje a una de las más lindas canciones de Gerardo: La pesca del chocho.

 

Hace 45 años

Todo lo que hemos fabricado en la vida, tarde o temprano es hallado por alguien.
Y ese alguien coloca la pieza en el interminable rompecabezas de nuestra historia,
acaso para recordarnos que estamos hechos de pedacitos, todos igualmente valiosos.
AAT

Ensayo de Ambrose Eagleman en marzo de 1974
Gerardo Aguilar Tagle, Alberto Pasapera, Eduardo Pasapera, Tiroloco y Octavio Herrero

Desde hace 45 años, cada 27 de abril se cumple un año más de la aparición y desaparición casi inmediata de una de las bandas más importantes en la historia de la música a go go: Ambrose Eagleman, que ofreció su primer y único concierto masivo el 27 de abril de 1974, en un departamento de la calle de Donceles, con un repertorio variado de piezas originales y clásicos del rocanrol.

Diez años después –ya sin Eduardo Pasapera pero con Óscar Fernández y Jorge Escalante-, la banda se convertiría en Mamá-Z, nombre que conservó hasta 1996, año de su desaparición irremediable. Durante los siguientes once años, los amigos no dejaron de preguntar con insistencia si la banda original volvería a unirse. En 2007, con la desaparición física de Gerardo, quien dio la respuesta definitiva fue el cuervo de Poe: Nunca jamás.

1974 Annus Mirabilis



En enero de 1974 murió David Alfaro Siquieiros, y en febrero del mismo año el Ejército Simbiótico de Liberación Nacional secuestró a Patty Hearts, mientras Alexander Solzhenitsin era expulsado de su país. Dos días antes del Concierto de Donceles, Radio Renascença de Portugal transmitió Grândola, Vila Morena, canción revolucionaria de José Zeca Alfonso, que era la señal pactada por el Movimento das Forças Armadas para ocupar los puntos estratégicos del país (seis horas más tarde, el régimen dictatorial se derrumbaría frente a la contundencia de la Revolución de los Claveles). Y un día después del histórico espectáculo de Ambrose Eagleman, nació Penélope Cruz. Un mes más tarde, murió Duke Ellington.. El noviembre murió Vittorio de Sica.

Ambrose Eagleman en 1974
Octavio Herrero, Gerardo Aguilar Tagle, Eduardo Pasapera y Agustín Aguilar Tagle

1974 también será recordado por ser el año en que aparecieron The Ramones y se estrenaron dos clásicos del cine: China Town, de Roman Polansky, y The Godfather II, de Francis Ford Coppola. ¿Qué discos son lanzados al mercado? Entre otros, Burn, de Deep Purple;  It’s only rock ‘n roll, de los Stones;  Walls and Bridges, de John Lennon; Starless and Bible Black, de King Crimson; y Roxy and Elsewhere y Apostrophe, de Frank Zappa, entre otros.

El 27 de julio de 1974, tres meses después del Concierto de Donceles, Ambrose Eagleman contemplaría en el Teatro del Ferrocarrilero a Chuck Berry, responsable principal de lo que por sus venas correría desde entonces, desde antes y para siempre: rocanrol.


Pero vayamos (otra vez)
al principio...

Fue en la primavera de 1974 cuando mi hermano Gerardo –acompañado de Chuck Berry y Keith Richards- me presentó a Octavio Herrero, un jovencito de dieciocho años de aspecto desenfadado, lentes gruesos y el cabello sobre el rostro.

En ese momento, pensé:

-¡Bah, otro jipi mariguano, como todos los amigos de Gerardo!

No fue así. Octavio fumaba Delicados, pero no otra cosa; y más que hippie, era una especie de existencialista de mediados del siglo XX. Durante los setenta, Octavio caminaba y se comportaba como si acabara de leer por enésima ocasión La Náusea de Sartre. Hoy, a propósito, treinta años después de esos primeros encuentros, mi amigo sigue pareciéndose a Antonio Roquentin, al menos en el hecho de que todo lo que escucha, todo lo que ve, todo lo que ama... le sabe a sí mismo. Este delicioso sabor del ego es el que lo ha llevado del amargo existencialismo de su adolescencia al exquisito hedonismo de su madurez.

Sí, Octavio pertenecía a otro tipo de personas, aunque lo que de él me gustó fue su amor por la música, su hambre de libros y su defensa del comunismo. Por su culpa, perdí la fe, ahora que me acuerdo (aunque, en realidad, no admití el hecho hasta hace poco). Mientras yo leía todos los títulos que la Editorial Minotauro publicaba de Ray Bradbbury, él andaba con el Manifiesto, profusamente anotado y con esquinas de hoja dobladas por todas partes. Alguna vez, incluso, casi nos convence a mí y a su novia de entonces de que formáramos una especie de secta dispuesta a hacer una revolución silenciosa. Comenzaríamos colgándonos una pequeñísima campana al cuello, para identificarnos. Si no lo hicimos fue porque seguramente, al otro día, Octavio se habrá levantado con nuevas ideas… y la estrategia de la campanita ya no entraba en sus planes masónicos.

Iniciamos nuestra juventud con Los Exaltados, de Robert Musil, dirigida por Juan José Gurrola y estrenada en 1974 en la pequeña sala que tenía la UNAM en Avenida Chapultepec. La escenografía art decó de Fiona Alexander me impactó tanto que aún puedo verla si cierro los ojos, y si Hugo Gutiérrez Vega recuerda el predominio del blanco y del negro, así como la existencia de un emplomado al centro, yo, en cambio, tengo presente la luz, mucha luz (no sé por qué, pero este recuerdo está íntimamente ligado a una de las manualidades que hice en preprimaria, con popotes unidos con engrudo).

Fue en ese mismo cuando el explorador Octavio probó con formas y procedimientos musicales más tradicionales , aunque igualmente complejos: de ese año es su Fuga #1, concebida para guitarra y publicada en Híper, una de nuestras primeras aventuras editoriales, revista mensual realizada en mimeógrafo.




¡El miméografo, el bondadoso mimeógrafo! Su uso era todo un ritual. Quitábamos a la máquina de escribir la cinta, limpiábamos con un viejo cepillo de dientes los residuos de tinta en los tipos, para que éstos perforaran directamente el esténcil (bajo el principio de la serigrafía). Entonces, ya contábamos con una página matriz que, ahogada en la tinta espesa del mimeógrafo, se multiplicaba en hojas de papel Bond (podía ser en otro tipo de papel, pero el idóneo para la palabra escrita era el Bond, por su resistencia y su nobleza).

Si alguien lee la partitura e intenta interpretarla, es muy probable que no encuentre en el compositor de 18 años de edad un nuevo J.S. Bach o una reencarnación de Dietrich Buxtehude. ¡O quién sabe, tal vez sí! Habría que escuchar la pieza (en una de ésas, resulta que acabo de descubrir un germen de genialidad). Sin embargo y aún sin escucharla, cualquiera puede reconocer en la precocidad de Octavio a uno de esos espíritus hambrientos con alma de exploradores omnívoros que tanta falta hacen.

La ilustración a pie de partitura pertenece al mismo compositor, y está hecha sobre el esténcil con un estilete de aluminio que se usaba para el efecto. El dibujo parece referirse al viaje que realizó a Londres unos meses antes, acompañado de su primo Enrique Pasapera Herrero.

En fin, que Octavio componía música mientras sus amigos aprendíamos los movimientos del huztle y del bumping.


Abril de 2009
Agustín Aguilar tagle, Óscar Fernández Tenorio y Octavio Herrero
viajaron a Acapulco para estar presentes en la boda de Alejandra Aguilar Sámano,
hija de Gerardo Aguilar Tagle (1955-2007)

Rockotitlán en 1986



Domingo 13 de abril de 1986. Una muy buena tocada de Mamá-Z. Estuvimos bien, acaso porque el público reaccionaba postivamente a todo lo que hacíamos. Me atrevo a decir que, incluso, medio opacamos a Memo. Entre la gente estuvieron Arturo Macías, Jesús Escalante, Alina (cuyo apellido no recuerdo) y Cecilia (prima de las Marentes).

Repertorio: Esta piyama raspa, Trancazos, Este domingo, Blues de la Estufa Divina, M'amor, Matilde, No hubo modo, Estoy cansado, Surmenache, Te veo y titubeo, Los Misterios de Rosa, Cecilia y Pastel Artaud.

Parece que fue esa noche cuando Óscar conoció a Gilda. El diario dice: Óscar quiso que me quedara para que le hiciera el paro con la hermana de su amiga; pero la verdad yo ya tenía mucha hueva, y mejor me escapé. Esto no coincide con nuestra memoria. El recuerdo es así: Acompañé a Óscar, Gilda y Sara al Gallito. Sara y yo nos aburrimos de lo lindo. Pero acaso este recuerdo pertenece a otro día.

De esta tocada sacamos 39 mil pesos.

Sábado 26 de julio de 1986. Digamos que fue una buena tocada, aunque en el fondo no lo sentimos así. El público estuvo contento y se portó de maravilla. Con esta presentación terminó una semana de trabajo de ensayos, porque al lunes siguiente (28 de julio) entramos al estudio para comenzar la grabación de Esa viscosa manera de pegarme las ganas.

Repertorio: No hubo modo, Tarántula, Te veo y titubeo, M'amor, Blues de la Estufa Divina, Surmenache, Mariposa en la Narvarte, Chayotes, Los misterios de Rosa, Laura y Pastel Artaud.

Summer in the city

Summer in the city (1966) no es raíz de la psicodelia ni heraldo del movimiento hippie, y su sonido no coincide con el ánimo tribal y panteísta del San Francisco de 1967.

¡Es Nueva York, es John Sebastian a los veintidós años, no Scott McKenzie en Monterey Pop! Y aunque el Central Park también tuvo su ataraxia zen y sus jóvenes de terciopelo en flor de loto, lo que Lovin’ Spoonful retrata es una ciudad fastidiada por el calor y la rutina, una ciudad de taladros y automóviles.

Se escucha un Volkswagen. Es fácil identificar el modelo por el ruido del motor: 1959, Sedán 1200, con 34 hp.

No es cierto, sólo sé que es un vochito.

Se escucha una ciudad que vocifera, una ciudad que suda y ansía la noche, las horas soportables del verano. ¡Sí, la noche! Dionisios eterno, Dionisios entero. Y que Apolo salte desnudo sobre la yerba del Golden Gate Park mientras canta If you're going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair. Porque el erótico Ditirambo anda en Nueva York, y grita:

Hot town, summer in the city
Back of my neck getting dirty and gritty
Been down, isn't it a pity
Doesn't seem to be a shadow in the city

All around, people looking half dead
Walking on the sidewalk, hotter than a match head

But at night it's a different world
Go out and find a girl
Come-on come-on and dance all night
Despite the heat it'll be alright



And babe, don't you know it's a pity
That the days can't be like the nights
In the summer, in the city
In the summer, in the city

John Sebastian nació en Nueva York en 1944, y creció en Greenwich Village, donde respiró el ambiente artístico de su casa (visitada por Burl Ives, Woody Gutrie y otros músicos, amigos de sus padres), y donde bebió la cerveza barata de los bares cercanos, amenizados por viejos de la talla de Lightnin’ Hopkins y Misssissippi John Hurt (una de las canciones de este último, Coffee Blues, contiene los versos que sirvieron para bautizar a la banda de Sebastian: Lovin’ Spoonful).

El 9 de febrero de 1964, John Sebastian asiste a una reunión de amigos en casa de Cass Elliot (sí, Mama Cass, gorda preciosa, que en paz descanse) para ver juntos el debut de los Beatles en el show de Ed Sullivan, y es ese día cuando conoce a Zal Yanovsky (q.p.d.), con quien funda Lovin’ Spoonful al principio del siguiente año (también participan en esa fundación el bajista Steve Boone y el baterista Joe Butler).

1966 fue, en mi caso particular, un año de pasiones, veneraciones y depravaciones: me volví fanático religioso, fanático onírico-sexual culpígeno, fanático de Julio Verne (Bradbury llegaría cuatro años después), entusiasta admirador de Guy de Fontgalland, fanático del fútbol y fanático de la radio y los discos chiquitos (45 rpm).

Pude combinar los juegos del Wembley Stadium (que transmitían a las cinco o seis de la mañana) con la sintonización radiofónica de una música nueva... o diferente a la que escuchaban mis padres (no creo haber utilizado entonces el término rock): She's not there, de los Hollies; Ramona, de los Bachelors; Mr. Tambourine Man, de los Byrds; Black is black, de Los Bravos; Sunny Afternoon, de los Kinks. Además, los Beatles y los Rolling Stones ya eran dueños absolutos de nuestras almas.

Sin embargo, no escuché Summer in the city ese año, sino hasta los doce, cuando las fiestas de mis hermanas en casa de mi tía abuela se dieron de manera más seguida.

La canción pertenece al álbum Hums of the Lovin’ Spoonful (cuya portada es espantosa, a propósito). De cualquier manera, no sabía entonces quién la interpretaba ni quién era su autor; eso lo supe ya entrados los setenta (ahora me entero que la maqueta de la composición es en realidad de Mark Sebastian, hermano de John, y que Steve Boone es quien añadió el remate instrumental que aparece a la mitad de la pieza).

Lo cierto es que ésta es una de las canciones que tengo bordadas en el corazón.

The Letter

In Memoriam Alex Chilton (1950-2010)

Para ubicar a Wayne Carson Thompson, autor de The Letter, recordemos otra de sus canciones: Always on my mind, linda melodía para cuya composición contó con la ayuda de Johnny Christopher y Mark James, creador este último de Suspicious Minds.

Precisemos: las similitudes de estilo entre Always on my mind y Suspicious minds, incluso la semejanza entre ambas a la hora de elegir metáforas, me hacen pensar que el autor central de la primera es Mark James, y que la participación de Wayne Carson Thompson en ella es periférica. Esta hipótesis se refuerza con las evidentes diferencias de carácter que se observan entre The Letter y Always on my mind.

La única versión de Always on my mind que puedo tragar es la de Elvis Presley. Forma parte de su repertorio decadente, es cierto, ¡pero no vamos a pasarnos la vida descalificando y despreciando la última época del hijo predilecto de Tupelo, Mississippi, sólo porque traicionó nuestra idea de rock ‘n roll! A mí, la verdad, me gusta mucho su Always on my mind, grabada en noviembre de 1972. Me gusta, digo, aunque parezca compuesta para enternecer a los turistas de Honolulu o para servir de fondo musical en la película casera dedicada a la tía recién fallecida.

Elvis la hace suya, le da personalidad y la convierte en una de las canciones emblemáticas de su período vegasino. En cambio, no soporto escuchar la misma canción en las voces de delincuentes tipo Bon Jovi y Pete Shop Boys. En cuanto a James Mardsen y Michael Bublé, digamos que uno y otro la vuelven absolutamente prescindible. Albert Lariviere, por su parte, se limita a montar una simpática imitación de Presley, y Fantasía Barrino hace una versión sabrosa, pero no logra salirse de esa escuela de la afectación que fundó Whitney Houston al hacer de una sencilla cancioncita de Dolly Parton (I will always love you) una petulante demostración de destreza vocal, tan plausible como el número de la acróbata del circo que, de pie sobre un caballo blanco y ataviada con un maillot de diamantinas y lentejuelas, da vueltas al redondel mientras dos focas aplauden y hacen piruetas.
Wayne Carson Thompson entregó The Letter a The Box Tops, y la banda la convirtió en un rotundo éxito, en 1967. La canción llegó inmediatamente a México y comenzó a sonar en Radio 590, es decir, en La Pantera de la Juventud, nombre que adoptó dicha estación precisamente en agosto de ese mismo año. Y como era un hit indispensable en las fiestas, convencimos a mi padre para que comprara el disco de 45 rpm.

Un disco chiquito costaba entonces $17.50, y un LP $48.90. Nunca olvidaré esos precios, correspondientes a 1.40 dólares y 3.91 dólares, porque para mí, niño de doce años de edad, significaban meses de penoso ahorro.

¿Pero fiestas con un solo disco? ¡Imposible! Y ni modo de sacar el EP de Tom Lopaka. ¿Cómo resolvían mis hermanas, entonces, la carencia de música nueva? Fácil, como todo el mundo: con la aportación voluntaria de los invitados, quienes al final olvidaban sus vinilos de siete pulgadas. Gracias a esos olvidos, en casa se quedaron, para solaz y formación de los gemelos (Gerardo y yo), muchos éxitos del momento: Una pálida sombra (Procol Harum), Juntos y felices (Las Tortugas), La fiesta hippie (Sonicher), No hay leche hoy (los Ermitaños de Herman) y Pata Pata (Myriam Makeba), es decir, A whiter shade of pale, Happy together, The beat goes on (Sonny y Cher), No milk today y Pata Pata.

Los Beatles y los Stones siempre fueron harina de otro costal.
Pero Wayne, quien toca la guitarra en la grabación (aunque de manera inaudible), nunca quedó satisfecho con el resultado: además de no encontrarle sentido al ruido de jet que cruza al final de la canción, encima del órgano, sintió que la voz de Alex Chilton había quedado muy áspera. Pues que me perdone el autor, pero es precisamente la voz de Chilton lo que da personalidad a la pieza (el cantante tenía entonces apenas dieciséis años de edad). Y con el jet yo no tuve problemas, porque nos sirvió para inventar un nuevo paso de baile a go go: el avión (con los brazos extendidos, nos íbamos quedando en cuclillas al parejo del fade out).

Ese mismo año, los Box Tops lograron un éxito más con otra canción del mismo Wayne Carson Thompson: Neon Rainbow. Y tres años más tarde, Joe Cocker abrió la nueva década con una versión sensacional de La Carta, magnificada gracias a la potente fusión de rock y soul de su banda tribal, Mad Dogs and Englishmen (Bobby Keys se luce en el saxo tenor). En 1983, Octavio Herrero, actual guitarrista líder de Las Señoritas de Aviñón, formó Nausicaá, trío de jazz (con Jorge Escalante en el bajo y Óscar Fernández en la batería), e incluyó The Letter en su repertorio (existe registro grabado de la noche en que la tocaron, pero la cinta está perdida).
Después de leer el texto anterior, en julio de 2007, Jaime Holcombe escribió: Agus, ¿sabías que Alex Chilton es el héroe e inspiración de Paul Westerberg, guitarrista, voz y compositor de los Mats (Replacements)? De hecho por los comentarios de Westerberg -otro de mis favoritos más contemporáneos y eterno rebelde- me compré música de Big Star, grupo posterior de Chilton. Te hago una invitación a descubrir a los Replacements y escuchar la canción Alex Chilton, dedicada a la voz de my baby just wrote me a letteeeerrrr!
Escuchemos, pues, la primera carta, una delicia. ¡Con ustedes, The Box Tops en 1967!

Season of the witch

En mayo de 1968, Mike Bloomfield y Al Kooper se reunieron en Los Ángeles, California, para grabar un disco que se convertiría en leyenda: Super Session.

Kooper y Bloomfield se conocían de antes, porque ambos habían sido músicos de apoyo en los conciertos de Bob Dylan, y porque, además, habían participado en Highway 61 Revisited.

Para la grabación, llamaron al tecladista Barry Goldberg y al bajista Harvey Brooks (miembros de Electric Flag), así como al baterista Eddie Hoh, y en un solo día se echaron todo el primer lado del disco.

Recordemos que en aquella época, Bloomfield era adicto a la heroína. De hecho, trece años más tarde moriría de una sobredosis.

La cosa es que, al siguiente día de haber terminado el lado A, Bloomfield desapareció sin avisar. Inmediatamente, Kooper llamó a Stephen Stills, y le propuso ocupar el lugar de Bloomfield para hacer el segundo lado del disco, donde incluyen Season of the witch.

Octavio tuvo el disco en su colección, a mediados de los setenta, y años más tarde lo adquirió en CD.

Entre los discos de 1968 que me formaron están: el álbum blanco (doble) de los Beatles; The Village Green Preservation Society, de los Kinks; Beggars Banket, de los Stones; We`re only it for the money, de The Mothers of Invention; Cheap Thrills, de Janis Joplin; Truth, de Jeff Beck; Waiting for the sun, de los Doors; Blues for Laurel Canyon y Bare Wires, ambos de John Mayall; el soundtrack de Hair; This was, de Jethro Tull; In-A-Gadda-Da-Vida, de Iron Buterfly; Shades of Deep Purple, de Deep Purple (que trae la maravillosa Hush y una muy buena versión de Hey Joe, de Hendrix); The book of Taliesyn, también de Deep Purple; y Have a marijuana, de David Peel.
A principios de los setenta, mi hermano Gerardo y yo escuchábamos Season of the witch muy seguido, los miércoles, porque era uno de los temas predilectos del programa radiofónico Vibraciones. Pero el autor es Donovan, quien la incluye en el LP Sunshine Superman, de 1966. De cualquier manera, lo que hacen Stills y Kooper con la canción es, para mí, bellísimo e inolvidable. Escuchemos ambas versiones.