Mamá-Z en 1991 (II)

Vívase el rock entero
José Hernández Prado/27 de octubre de 1991/Revista Sonar
José Hernández Prado. Sociólogo, doctor en filosofía, periodista especializado y músico. Coordinador del Área de Investigaciones sobre Pensamiento Sociológico de la UAM-Azcapotzalco.

Obligada nota preliminar: el grupo mexicano de rock que ostenta el singular nombre de Mamá-Z, recién acaba de publicar su tercera producción discográfica, titulada Mójame el alma entera. Es irónico y muy curioso que, por el momento, esta producción sólo se encuentre disponible en caset, aunque puede que muy pronto también exista un disco compacto. Con anterioridad a este álbum de 1991, Mamá-Z lanzó al exiguo mercado del rock hecho en México sus discos Mamá-Z, de 1985, y Esa viscosa manera de pegarme las ganas, de 1987.

Alguna tarde de cierto mes de 1973, Agustín Aguilar Tagle y yo adquirimos con entusiasmo febril los álbumes Shoot out at the Fantasy Factory, del grupo Traffic, y A Passion Play, de Jethro Tull. No recuerdo si aquella tarde (al igual que muchas otras que pasamos juntos conversando acerca de música y escuchándola) nos suicidamos para la vida adulta que sepulta la música de la adolescencia total. A Agustín y a mí nos unían los sonidos más gratificantes que pudiéramos concebir, los sonidos que poblaban el vasto universo de nuestras pesadillas y de nuestros sueños, modelados en pura música de rock. Era yo el orgulloso baterista de un grupito de garage paterno y era Agustín el escritor y el poeta al que admirábamos sus compañeros de la secundaria. Pero tanto Agustín como yo teníamos otros amigos, y con esos amigos suyos que yo desconocía, Agustín integró un conjunto propio de rock que jamás probó suerte en los concursos escolares de conjuntos que el mío se ganaba año con año, cual rey tuerto que era, en invisible tierra de ciegos.

Uno de aquellos amigos de Agustín que yo no conocía era y lo es, hasta la fecha, Octavio Martínez, entusiasta cultor por aquel entonces del imponderable Deep Purple.

Octavio Martínez había tomado una guitarra, y poco a poco la aprendió a tocar con figurados pero eficaces maestros: en primer lugar, con los autores barrocos (Juan Sebastián Bach y Fernando Sor), y finalmente con los grandes (antiguos y modernos) del blues: Eric Clapton, B.B. King y Robert Johnson, entre otros. Al igual que Agustín y que yo, Octavio ni pudo ni quiso renunciar al rock; diversificó, por supuesto, su mundo personal y musical con nuevas aficiones y querencias más o menos valiosas; pero, al igual que Agustín y que yo, consideró indispensable también gustar siempre y de alguna manera del rock. Se prometió a sí mismo que en cualquier experiencia intensa, feliz o infeliz que le deparara la vida, jamás faltaría un poco (o un mucho) de rock. Juzgó inaceptable el suicidio de una cierta inocencia, porque sólo con ella se puede sobrellevar su pérdida.

Crecimos y nos extraviamos la pista. Yo me casé con alguien que me recuerda siempre un pasado feliz y que, por fortuna, es capaz de proyectarlo y de amplificarlo hasta el infinito. En la familia de mi esposa traté con algunos primos suyos, por cuyo apellido se paseaban con facilidad asombrosas notas musicales y actitudes e intenciones muy sanas. Jorge Escalante era y es uno de aquellos primos que, por cierto, había entablado amistad con Agustín Aguilar Tagle durante el tiempo en el que yo no vi más al querido artista adolescente. Desde luego que Jorge también se hizo amigo de Octavio Martínez Herrero, y se integró al grupo de rock de Agustín y de Octavio; se unió a aquel grupo equivalente del que yo sostuve con otros buenos amigos en otro garage que, al fin, ya era propio.

Nota de Pasadizo Rusebud:
En realidad, fue Octavio quien primero
trabó amistad con Jorge Escalante.
Agustín lo conoció después.


Óscar Fernández Tenorio (batería), Octavio Martínez Herrero y Gerardo Aguilar Tagle (guitarras), Jorge Escalante (bajo) y Agustín Aguilar Tagle (voz), grabaron en 1985 un disco con el material original de su grupo. Este disco bautizó públicamente a Mamá-Z, nombre abstracto y architerreno a la vez (por lo menos en la Ciudad de México) que reflejaba (y refleja) la mano de Agustín, la huella de la principal voz acústica y discursiva (o literaria) del grupo. Mamá-Z era rock fresco, vital y sin demasiados adjetivos que enmarcaba poemas erótico-religiosos. Mamá-Z era una especie de porno-rock que pudo decir mejor que nadie y con mejor gusto que nadie lo que todos podían y querían decir, aunque nadie sabía bien a bien cómo sin invadir indefectiblemente lo prosaico.

Pero, por encima de todo, estaba la música rockera de Mamá-Z, estaba su estilo de cantar y de tocar con verdadero gusto, de tal modo que con o sin su redituable discurso erótico, el grupo despertaría rápidamente amplias simpatías entre el naciente público de rock original en español.

Nota de Pasadizo Rosebud:
La última afirmación del párrafo anterior
es bondadosamente inexacta. En realidad, Mamá-Z no despertó
(ni despierta, como diría el mismo José) simpatía alguna,
y menos entre el público de rock, comunidad que no encuentra motivos
para involucrarse emocionalmente con una sospechosa organización tebana.


En 1987, apareció el segundo álbum de Mamá-Z, producido y apadrinado por Francisco Barrios, alias El Mastuerzo, miembro del exitoso y (por aquellos años) boyante grupo Botellita de Jerez.

Vinieron luego los cambios. Gerardo tuvo que dejar Mamá-Z cuando se mudó a Metepec, municipio mexiquense cercano a Toluca. Ingresó al grupo Ana Laura Márquez, cuya excelente voz redimensionó su propuesta discursiva y musical, y le procuró una mayor credibilidad. Entonces, comenzó la aventura musical del álbum más nuevo de Mamá-Z (Mójame el alma entera).

Quizás porque Ana Laura era también una amistad vigilante de muchos años, y porque el grupo maduró con ella su estilo y sus convicciones reales, la música de Mójame el alma entera suena convincente y muy propia, sin perder jamás un típico y añejo carácter lúdico. Tal vez no está bien que yo lo diga, pero creo que la guitarra de Octavio suena ahora más armoniosa y bluesera; creo que el bajo de Jorge es más poderoso e inventivo, y la voz de Agustín más emotiva y graciosa (es decir, llena de gracia y bendita entre patatí patatá).

Antes que nada, Mamá-Z es un grupo de magníficos amigos del rock; amigos que lo quieren, que lo respetan y que lo acompañarán hasta su tumba, de ser ello necesario. Por eso, sabe uno que Mamá-Z puede fructificar.

El hecho es que la música de su disco (o caset) de 1991 apunta hacia direcciones novedosas y que sus letras, a pesar de que representan la culminación de un estilo discursivo, todavía son capaces de abrirse nuevos espacios y de enriquecer al personaje que, acaso sin proponérselo, han conformado.

Por otro lado, los cambios en la fisonomía de Mamá-Z no terminaron en el punto en que los dejamos. Cuando se grabó Mójame el alma entera, participó activamente en las sesiones Alex Eisenring, quien incorporó al grupo sus estimulantes teclados. Alex Eisenring no sólo es uno de esos rocanroleros imbatibles a quien ni el tiempo ni la adultez alejaron de sus aficiones versátiles (en el pasado, formó parte del venerable Queso Sagrado, uno de los grupos más relevantes de la secreta y conmovedora historia del rock progresivo mexicano, y actualmente es pieza clave de Síntoma, heroico proyecto de rock industrial nacional); además, Eisenring es un músico de formación estricta y un profundo conocedor de la actual tecnología de las computadoras y sus aplicaciones a la moderna música popular (...).

Pero, inclusive, antes de que ingresara a Mamá-Z su nuevo tecladista (…), se incorporó también al grupo Óscar Sarquiz. El nombre de este rockero y crítico irreductible no nos es desconocido a muchos, y a algunos nos dice, de hecho, el del más genuino amigo secreto.

Hacia los años 1972 y 1973, los mismos en que yo cultivaba la amistad de Agustín Aguilar Tagle, Óscar Sarquiz enriquecía nuestros entusiasmos musical-existenciales con eruditas intervenciones en el programa Rock en Radio UNAM y con sus artículos en el suplemento cultural de algún periódico de circulación nacional (…). Me parece que uno de los programas de radio que he escuchado en mi vida con mayor emoción, fue el que Sarquiz le dedicó al álbum Brian Salad Surgery, de los fundamentales Emerson, Lake and Palmer.

En aquellos tiempos, yo iniciaba mi acercamiento a la música clásica, y vivía agudamente el conflicto supuesto entre cultivar una música que sería eterna en todo momento y cultivar esa otra que llenaba, en muchas ocasiones, mis auténticos momentos eternos. Por eso, me hizo feliz aquel artículo suyo que equiparó, en cierto modo que no recuerdo, al impactante y verniano Journey to the Centre of the Earth de Rick Wakman con la tercera sinfonía, opus 97, llamada Renana, de Robert Schumann. Nadie sabe para quién trabaja, y estoy seguro de que Sarquiz no se acuerda bien de aquellas intervenciones; pero no hay vuelta de hoja: sin ellas, ni Mamá-Z hubiera llegado a convertirse en lo que ahora es.

Voy a cerrar estas notas sobre Mamá-Z y su nueva producción, Mójame el alma entera, cumpliendo aquel pensamiento filosófico que plasmó Ludwig Wittgenstein en su célebre Tractatus, y que recuperó Umberto Eco en las páginas finales de El nombre de la rosa. Es el pensamiento que habla de la escalera por la que sube y que hay que arrojar al suelo una vez utilizada. Mi caso es el de dicha escalera, porque tuve el atrevimiento de escribir sobre Mamá-Z a pesar de encontrarme demasiado involucrado con este grupo, como lo habrán apreciado bien nuestros amables lectores. En rigor, pueden ellos considerar todo cuanto he dicho y deben después descartarme y descartarlo, quizás en forma inmediata, porque aún desconocen lo peor: todavía desconocen que Mamá-Z requirió hace algunos meses de un elemento para suplir otro que grabó su último disco, y que recurrió para ello a uno de sus buenos amigos que solía tocar aún el instrumento que se necesitaba; porque ya no desconocen que ese baterista soy yo.

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